La llamada Cuarta Transformación, hasta hoy, solo ha sido discurso, no un proyecto de nación consensuado entre las fuerzas políticas, sociales y productivas del país. No se trata de que todo mundo lo avale, se trata de que la ciudadanía establezca claramente la diferencia entre la gobernanza de los que se fueron y los que ahora ejercen el poder. ¿Son peores, igual o mejores?
Y la pregunta vale porque, algunos de ellos, presentan el “modelo” jurando no robar, no mentir y no traicionar mientras hacen todo lo contrario. ¿Esa es la 4T? ¿Esos son los argumentos de fondo en la tarea transformadora del país que el presidente juró llevar a cabo? Son solo preguntas.
Pero no se trata de descalificar todo lo que ha hecho este régimen porque, la verdad, el disenso tampoco ha tenido que ver con respuestas serias sobre lo que el país requiere. El desacuerdo no ha caminado sobre el debate y la construcción, sino sobre la descalificación permanente y grosera: el mejor ejemplo es el legislativo.
Todo ha sido imposición y fuerza, mayoriteo, desacuerdo absoluto de unos y otros, de ahí la polarización y el odio que permea el ambiente social del país. O eres o no eres y si no estás conmigo estás contra mí. A esto último ha contribuido la conducta de un presidente que debiera estar justo en el centro del respeto Juarista que tanto pregona.
La popularidad de Andrés Manuel López Obrador, sus promesas y compromisos para transformar al país, ponderando siempre “Primero los Pobres”, más el hartazgo en contra de sus antecesores, inmersos en la corrupción estructural que aún sigue, generó la condición perfecta para que el tabasqueño arribara a la presidencia.
Hay que decirlo: El pueblo le dio tanto poder a López Obrador que le ha sido difícil administrarlo con ecuanimidad en muchos sentidos. No es fácil para la condición humana, por más humilde que se ofrezca, el control de las emociones cuando se ostenta y se concentra tanto poder. No se puede negar que AMLO ha llevado y tiene materialmente una vida austera, pero eso no significa que su personalidad esté exenta de la soberbia y el desprecio por sus adversarios.
Si en su momento, más allá de la ley, López Obrador hubiese propuesto como candidatos a lo que sea, a un perro, una vaca, un gato o un burro, a quienes ofrezco disculpas, ganan. No lo digo por “Incitato”, el caballo nombrado Cónsul por el Emperador Calígula, lo digo porque en el inmenso poder otorgado hizo ganar a una “fauna de acompañamiento” que le ha hecho daño al país y a su proyecto.
Hay de todo: Desde legisladores y funcionarios que no terminaron la secundaria o preparatoria, ex priistas y panistas con antecedentes negativos, gobernadores non gratos, alcaldes ignorantes y corruptos, personas con antecedentes criminales y otros ligados a grupos al margen de la ley. Y mucho más. A pesar de todo esto, en Morena no hay debate por una sencilla razón: Es un partido de forma, no de fondo, y lo que existe de él depende del presidente. Así que es lo mismo.
Todo esto producto del dispendio de ese poder a manos llenas, que hoy, precisamente, después de cuatro años y a punto de la sucesión presidencial, sus efectos perniciosos empiezan a cobrar facturas en el descontento de amplios sectores de la población, sobre todo en dos graves vertientes: La violencia incontenible y la corrupción institucional, ambas entrelazadas y protegidas en el compromiso político y económico.
Algunos morenistas salieron peor, pero la percepción de la gente es que AMLO prefiere protegerlos que castigarlos, aunque diga lo contrario. Y ejemplos hay muchos. Pero en Morena no hay debate. No puede haberlo en un partido de Estado.
Mientras el presidente reitera a diario que la corrupción ya se acabó, que la violencia ha disminuido, que la economía está estable y el país en orden, muchos mexicanos ven otra cosa. Esto ratifica que el poder presidencial en México, unos más otros menos, está destinado a negar la realidad de la calle y los hogares. No cabe duda, el poder subsume y otorga el derecho a negar el charco en que están parados. Para López Obrador, su verdad y sus datos deben ser los de todos, sino quieren convertirse en su enemigo.
En este contexto los mexicanos arribamos hoy a una especie de sucesión presidencial adelantada por el propio presidente. La verdad ya no se sabe si planeada o porque AMLO puede decir lo que le de en gana y a partir de ahí meter al país en revolución.
El caso es que las corcholatas andan desatadas, montadas en la arbitrariedad de este poder que a cada rato desafía a la propia constitucionalidad. “No me vengan con el cuento de que la ley es la ley”.
Es increíble como el propio secretario de Gobernación, Adán Augusto López, el mero responsable del equilibrio, la gobernanza y la paz, violenta las leyes electorales bajo el argumento de que el INE pronto va a desaparecer y recorre el país en plena precampaña presidencial. Los encargados de cumplir y hacer cumplir la Constitución son los primeros que la violentan bajo la idea de que todo lo que hacen es lo correcto. “Al diablo las instituciones”, pero ahora desde la Presidencia de la República. Compromiso cumplido.
Con todo este antecedente, AMLO prepara su sucesión. Claro, un hombre que concentra todo el poder y que decidirá a su modo quiénes y cómo serán elegidos los candidatos, principalmente su relevo, ¿estará pensando en alguien que le garantice seguir gobernando tras el trono?
¿Y qué corcholata cumpliría mejor con esta condición? Partiendo de la lógica que el presidente encarna la 4T y a Morena, ¿También se acabarían al dejar el poder? Así que la única posibilidad de que el proyecto no sea flor de un sexenio es que la figura de AMLO y su poder político se prolongue en el que sigue.
¿Quién podría ser? En esta perspectiva, hasta el momento, solo se observan dos perfiles: El de Adán Augusto López Hernández y el de Claudia Sheinbaum. Son estrictas hechuras del presidente. En cambio, Marcelo Ebrard y Ricardo Monreal han construido su carrera política y de gobierno, con relativa independencia de AMLO.
Sheinbaum ha transitado siempre en la izquierda y ha sido la militante y dirigente más protegida de López Obrador; Adán Augusto militó 25 años en el PRI y junto al presidente fue fundador de Morena y es sin duda el hombre de su mayor confianza. Entre ellos dos se centran por ahora las preferencias de quien ocupa Palacio Nacional.
Si en realidad el presidente piensa retirarse de la vida política del país y recluirse en su rancho “La chingada”, como lo ha expresado, está obligado a comportarse como un auténtico demócrata, permitiendo que Morena se consolide en la elección justa y transparente del candidato, para que ahora este partido sea el responsable, si gana la elección, de un proyecto de nación del que dependa el próximo presidente, y no del que se fue. ¿Estará dispuesto el presidente?
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